Es curioso como es tradición que cada Navidad haya un estreno gordo en los cines. Una película presupuestada en cientos de millones de dólares, con lo último en tecnología y que además suele ser la adaptación de una conocida obra literaria (ya sea El señor de los Anillos, Harry Potter, Soy Leyenda o las Crónicas de Narnia por poner ejemplos de los últimos diez años). Estas películas se me recuerdan un poco a las típicas comidas de Navidad, esos encuentros familiares o entre amigos a los que hay que ir porque manda la tradición. Y es que, al igual que tenemos que ir a esos banquetes, la mayoría de la gente va al cine en estas fechas por tradición.
Enfrentarse a las películas de El Hobbit se me antoja como
uno de los casos más claros de banquetes cinéfilos en toda la historia del
cine. Esta segunda parte es una película que, sin duda, arrastrará a hordas de
personas al cine más cercano para vivir lo que deberían ser unas sencillas y
simpáticas aventurillas fantásticas de un grupo de enanos. Pero no, Peter
Jackson, dueño y señor de la Tierra Media decidió hipertrofiar la historia y
crear algo mucho más grande, costoso y lujoso.
La experiencia de ver El Hobbit es exactamente igual a la
experiencia de enfrentarse a una opípara cena de nochebuena en una gran
familia. Primero, la mesa se viste con los últimos grandes lujos; cubertería de
plata, candelabros con velas de colores, servilletas rojas de tres capas y con
motivos navideños, copas de cristal fácilmente rompible y platos y bajoplatos cuadrados
(¡son la última moda!) en un desfile de utensilios para comer que solo se
produce esa noche del año). Todo es muy bonito, de factura impecable como lo
son la fotografía y los efectos especiales de la película. Pero es cuando
comienza el desfile de comida delante de un servidor cuando nos damos cuenta
del derroche que se produce en ese día: al principio comienzan a pasar bandejas
de surtidos ibéricos, deliciosos en su mayoría, para luego pasar a esos canapés
rancios que prepara el cuñado y que se basan en cortar el pan de molde en
cuadraditos y colocar un poco de mayonesa, una rodaja de huevo cocido y una anchoa
pinchada con un palillo. Como es el principio de la cena, uno arrambla con todo
y devora con emoción todo lo que tiene delante. Luego viene el platito de jamón
con sus picos, las gambitas y la tabla de quesos variados y seguimos sin
hacerles asco a nada, llenando nuestro estómago con esos picos que no saben a
nada pero que nos los comemos porque es lo mejor que se puede tomar
enrollándole una lonchita de jamón alrededor. Luego aparecerán los huevos
rellenos de tu abuela, que nunca deben faltar, y esos experimentos con la túrmix de tu
prima: unas tostaditas con algo de color marrón por encima que parece paté y,
por norma general, suele llevar mejillones. No te convence pero tienes que
probar de ello también. Pero es ahora, cuando ya comienzas a estar lleno,
cuando llega la verdadera bomba en forma de los platos estrella que tu madre,
tu abuela y tus tías han preparado. Aquí te encuentras con sorpresas de todo
tipo: desde unas salchichas al vino riquísimas hasta un pavo al horno reseco de
esos que se te quedan pegado al esófago, pasando por esos pimientos rellenos de
carne cubiertos con bechamel. Aquí tu estómago ya dice- ¡basta! ¡no puedo más!-
pero tienes que comer por cojones, porque tu tía, tu madre y tu abuela te están
mirando y sabes que si no devoras como si no hubiese mañana ese plato que te
han puesto delante y que podría alimentar a tres tribus de Burkina Faso, renegarán de ti como miembro de la familia y estarás condenado al destierro.
Bien amigos, pues ver las películas de El Hobbit de teja con
esa misma sensación. La sensación de estar demasiado lleno, de que sobra
demasiado y de que con la mitad todo habría sido mucho más ligero y cómodo. Es
cierto que tanto sobre la mesa de la cena de Navidad como en las películas
dirigidas por Peter Jackson hay algunos platos que son auténticas delicatesen
de primer nivel. Bocados deliciosos que quedan empañados por la sobreabundancia
que ya te han llenado.
Cada año recibimos con mayor o menor ilusión la llegada de
esa cena y cada año al día siguiente, con la pesadez en el estómago y
comentando el descomunal paseo de comida por nuestros estómagos nos decimos a
nosotros mismos “que nos quiten lo bailao”.
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