No hace mucho que, paseando un jueves por el rastrillo de la calle Feria, llamó mi atención una sencilla pero elegante edición de El Hombre Invisible de Herbert George Wells. Me apresuré a comprarlo gratamente sorprendido por su ridículo precio, apenas un euro y medio, y aquella misma tarde comencé una lectura que acabaría dos días más tarde. Cerré el magnífico libro con una idea recorriéndome la mente ¿qué haría yo si fuese invisible? Se me pasaron por la cabeza cantidad de trapicheos y trastadas pero el voyeur que llevo dentro me empujaba a pensar que quizás espiar a la gente sería una de las prácticas más habituales en tal situación.
Al día siguiente, ataviado con mi gorra, mis gafas de sol y mi mp3 paseé por la concurrida calle Tetuán. Andaba yo despistado mirando los escaparates pre rebajas cuando choqué por accidente con un señor alto, vestido de negro y móvil en ristre. Le pedí disculpas por mi despiste, pero él no respondió, siguió su marcha como si hubiese chocado contra una pared de aire condensado. Pocos minutos después, al mirar mi reloj, descubrí que este se había parado a las doce y media, por lo que pregunté a una señora de unos cuarenta años, que escudriñaba las bufandas de lanas que venden los peruanos en la calle, si podría darme la hora. La señora no hizo ni caso, simplemente giró brevemente la cabeza hacia mi pero no me miró, fue como si observase lo que había a su alrededor y al no notar nada nuevo, volviese a sus quehaceres. Para ella fue como si no existiese en aquel momento. Averigüé la hora que era gracias a un reloj digital instalado en la plaza del duque y me dispuse a coger la concurrida línea 6 en dirección a Reina Mercedes. Piqué mi ticket y encontré un espacio en el que colocarme junto a la puerta de salida con la mala suerte de que casi todo el que salía podía pisarme con facilidad. Parecía que nadie me viese, puesto que todo el mundo me pisaba y ni siquiera reaccionaban ante los improperios que lanzaba por el dolor que me producían los pisotones (iba en chanclas y los dedos de mis pies ya parecían dos paquetes de cinco frankfurts alemanas). En aquel momento me sentí como el mismísimo Jack Griffin, el protagonista de la novela. Al parecer en las ciudades de hoy día no hacen falta complicadas pociones para hacer que uno sea invisible, sólo hace falta tener un físico medio, poner una cara inexpresiva (si es con gafas de sol, mejor) y vestir sin llamar la atención. Nadie notará tu presencia, nadie te hablará, nadie te dirá nada. Recuerdo que una vez probé a eructar en plena plaza de España, nadie me dijo nada, ni siquiera los turistas chinos equipados con sus modernas cámaras de fotos me dirigieron sus miradas (¿los chinos eructan? Ese es un misterio que trataré de averiguar en otro momento). No sólo eso, el uso masivo de aparatitos de música para que uno escuche en sus cascos las canciones de Juan Pardo sin que el resto del mundo se entere (ni el se entere de lo que se escucha en el resto del mundo en ese instante) acentúa aún más la sensación de alejamiento de la realidad. Cuando bajé del bus y me dispuse a caminar durante la avenida Reina Mercedes, en pleno mediodía con todos los estudiantes saliendo y entrando de sus facultades, me coloqué mi mp3 con los grandes éxitos de Aerosmith y los Red Hot Chilli Pepers a todo volumen. En aquel momento me sentí extraño, fue como si avanzase aun más en mi estado de invisibilidad y el aislamiento que producía la música respecto al sonido ambiente me transformasen ya no en un ser invisible, sino casi en un fantasma. Avanzaba la concurrida avenida al ritmo de Otherside y parecía incluso como si flotase levemente sobre el asfalto y me escurriese entre todos los viandantes de mi acera.
Me sentía especial conmigo mismo pero, cuando llegué a mi casa, caí en que no sólo era yo el invisible, todos lo eran. Sólo los veía cuando me chocaba con alguien, les pedía la hora o me pisaban. Al igual que ellos no se daban cuenta de mi presencia, yo también ignoraba a la gran mayoría de ellos. La invisibilidad cada vez se propaga más y ya podemos encontrar muchos Jack Griffin por nuestras calles. ¿Qué sentido tiene querer ser invisible cuando casi todo el mundo ya lo es? Añoro las visitas al pueblo, dónde todos nos veíamos continuamente y allí si que éramos todos especiales.
Al día siguiente, ataviado con mi gorra, mis gafas de sol y mi mp3 paseé por la concurrida calle Tetuán. Andaba yo despistado mirando los escaparates pre rebajas cuando choqué por accidente con un señor alto, vestido de negro y móvil en ristre. Le pedí disculpas por mi despiste, pero él no respondió, siguió su marcha como si hubiese chocado contra una pared de aire condensado. Pocos minutos después, al mirar mi reloj, descubrí que este se había parado a las doce y media, por lo que pregunté a una señora de unos cuarenta años, que escudriñaba las bufandas de lanas que venden los peruanos en la calle, si podría darme la hora. La señora no hizo ni caso, simplemente giró brevemente la cabeza hacia mi pero no me miró, fue como si observase lo que había a su alrededor y al no notar nada nuevo, volviese a sus quehaceres. Para ella fue como si no existiese en aquel momento. Averigüé la hora que era gracias a un reloj digital instalado en la plaza del duque y me dispuse a coger la concurrida línea 6 en dirección a Reina Mercedes. Piqué mi ticket y encontré un espacio en el que colocarme junto a la puerta de salida con la mala suerte de que casi todo el que salía podía pisarme con facilidad. Parecía que nadie me viese, puesto que todo el mundo me pisaba y ni siquiera reaccionaban ante los improperios que lanzaba por el dolor que me producían los pisotones (iba en chanclas y los dedos de mis pies ya parecían dos paquetes de cinco frankfurts alemanas). En aquel momento me sentí como el mismísimo Jack Griffin, el protagonista de la novela. Al parecer en las ciudades de hoy día no hacen falta complicadas pociones para hacer que uno sea invisible, sólo hace falta tener un físico medio, poner una cara inexpresiva (si es con gafas de sol, mejor) y vestir sin llamar la atención. Nadie notará tu presencia, nadie te hablará, nadie te dirá nada. Recuerdo que una vez probé a eructar en plena plaza de España, nadie me dijo nada, ni siquiera los turistas chinos equipados con sus modernas cámaras de fotos me dirigieron sus miradas (¿los chinos eructan? Ese es un misterio que trataré de averiguar en otro momento). No sólo eso, el uso masivo de aparatitos de música para que uno escuche en sus cascos las canciones de Juan Pardo sin que el resto del mundo se entere (ni el se entere de lo que se escucha en el resto del mundo en ese instante) acentúa aún más la sensación de alejamiento de la realidad. Cuando bajé del bus y me dispuse a caminar durante la avenida Reina Mercedes, en pleno mediodía con todos los estudiantes saliendo y entrando de sus facultades, me coloqué mi mp3 con los grandes éxitos de Aerosmith y los Red Hot Chilli Pepers a todo volumen. En aquel momento me sentí extraño, fue como si avanzase aun más en mi estado de invisibilidad y el aislamiento que producía la música respecto al sonido ambiente me transformasen ya no en un ser invisible, sino casi en un fantasma. Avanzaba la concurrida avenida al ritmo de Otherside y parecía incluso como si flotase levemente sobre el asfalto y me escurriese entre todos los viandantes de mi acera.
Me sentía especial conmigo mismo pero, cuando llegué a mi casa, caí en que no sólo era yo el invisible, todos lo eran. Sólo los veía cuando me chocaba con alguien, les pedía la hora o me pisaban. Al igual que ellos no se daban cuenta de mi presencia, yo también ignoraba a la gran mayoría de ellos. La invisibilidad cada vez se propaga más y ya podemos encontrar muchos Jack Griffin por nuestras calles. ¿Qué sentido tiene querer ser invisible cuando casi todo el mundo ya lo es? Añoro las visitas al pueblo, dónde todos nos veíamos continuamente y allí si que éramos todos especiales.